La reciente aprobación de la ley china de propiedad privada ha permitido que los líderes orientales enfaticen los logros de su modelo sui generis y de su política reformista. Estamos, pues, ante una victoria simbólica de los partidarios del posibilismo económico y la implantación de un Estado de derecho al estilo chino. Conviene no engañarse. Como bien diría Mao, más que ante una meta nos hallamos en un recodo del camino.
El Presidente Hu Jintao y el Primer Ministro Wen Jiabao parecen tener el partido controlado, pero no por ello cesan las críticas de intelectuales y ex oficiales que consideran las reformas una traición al legado de Mao. Los detractores del régimen denuncian la protección que se brinda al gremio de los comerciantes, y condenan el fin de la propiedad pública, sacrificada en aras de una rampante plutocracia. Además, la norma es criticada porque diferencia la propiedad derivada del propio trabajo de la propiedad pública. Se sostiene también que las medidas adoptadas enriquecen a las élites y fomentan la corrupción. La ortodoxia del Partido afirma -con razón- que una ley que impulsa la propiedad privada es incompatible con el comunismo, ideología oficial desde la fundación de la República Popular China en 1949. Es más, el nombre que adoptó el Partido Comunista, traducido literalmente, es el de “Partido de la Propiedad Pública”. En efecto, comunismo es lo común, lo de todos, lo del pueblo. Nada más lejano de esta quimera que la dura realidad de un posesivo: mío.
Aunque los líderes chinos perciben que medidas como ésta pueden ser controvertidas, no dudan en aplicarlas, si de paliar los problemas que causa el desarrollo se trata. Nos hallamos ante el viejo dilema: economía o ideología. McDonald’s o Marx. Confucio, por supuesto, prefiere un McMenú.
La decisión de apoyar a una clase media en auge no ha resultado fácil. Los nuevos mandarines temen que leyes como ésta envalentonen a un sector de la población que ha demostrado su capacidad organizativa y que, a medio plazo, podría convertirse en una amenaza para el partido. Algunos arúspices ven en esta nueva clase de propietarios una pequeña burguesía, semilla del revisionismo democrático.
La ley establece la protección de la propiedad privada, pero diferencia la rural de la urbana. Si bien la tierra sigue siendo del Estado, ésta puede ser usufructuada durante setenta años, lo que plantea la duda sobre el futuro de las viviendas urbanas transcurrido dicho plazo. Como acertadamente señala Patrick A. Randolph, asesor del gobierno chino, estamos ante una ley que permite “jugar con los juguetes hasta que el Estado decida llevárselos”.
La nueva ley protege por igual la propiedad privada y la pública. Dota, además, a los propietarios de viviendas de recursos procesales para defenderse de los abusos de los constructores. La tierra rural mantiene su carácter colectivo, lo que imposibilita a sus poseedores adquirir títulos privados de propiedad o gravarla con hipotecas. Estas restricciones evitarán que millones de campesinos vendan sus tierras a precios irrisorios a inversores sin escrúpulos, situación que era vista por el gobierno como una amenaza a ese desarrollo armónico que ha sido, hasta el día de hoy, su estandarte. A esto se refirió el Primer Ministro en la rueda de prensa posterior a la sesión anual del Parlamento cuando, citando al iusfilósofo norteamericano John Rawls, señaló que “la velocidad de una flota no la determina la nave más rápida, sino la más lenta”.
Por otro lado, los terrenos colectivos rurales serán protegidos contra las intromisiones estatales. El Estado ha otorgado a estas comunidades el usufructo de la tierra por períodos de hasta treinta años; renovables automáticamente. La expropiación, por supuesto, no desaparece, pero queda sometida a las reglas del justiprecio y a una razón de necesidad.
Como es obvio, la norma está lejos de ser un cambio radical y, desafortunadamente, para los campesinos no responde a la pregunta clave ¿quién es propietario y de qué? Los chinos, sin ruborizarse, llaman propiedad a cualquier cosa. Si Ulpiano viviese, dudaría en calificar de dominium a esta extraña figura fruto del dirigismo estatal, que no pasaría de ser, en Europa, un mero ius tertium.
En suma, la ley china de propiedad privada consolida hechos que la sociedad ya había reconocido de manera espontánea. No es, como sostiene el Partido Comunista, un hito histórico, sino tan sólo un paso más en la senda iniciada por Deng Xiaoping hace treinta años. En China, el libre mercado tiende a desbocarse y sus líderes políticos se debaten entre constreñir el cambio o liberar, sin más, fuerzas que tarde o temprano podrían liquidarlos. Mientras tanto, cualquier mutación en el gigante asiático es bienvenida, aunque se trate de esbozar una pálida imagen de lo que en Occidente comprendemos por propiedad.
*Artículo publicado en La gaceta de los negocios.
El Presidente Hu Jintao y el Primer Ministro Wen Jiabao parecen tener el partido controlado, pero no por ello cesan las críticas de intelectuales y ex oficiales que consideran las reformas una traición al legado de Mao. Los detractores del régimen denuncian la protección que se brinda al gremio de los comerciantes, y condenan el fin de la propiedad pública, sacrificada en aras de una rampante plutocracia. Además, la norma es criticada porque diferencia la propiedad derivada del propio trabajo de la propiedad pública. Se sostiene también que las medidas adoptadas enriquecen a las élites y fomentan la corrupción. La ortodoxia del Partido afirma -con razón- que una ley que impulsa la propiedad privada es incompatible con el comunismo, ideología oficial desde la fundación de la República Popular China en 1949. Es más, el nombre que adoptó el Partido Comunista, traducido literalmente, es el de “Partido de la Propiedad Pública”. En efecto, comunismo es lo común, lo de todos, lo del pueblo. Nada más lejano de esta quimera que la dura realidad de un posesivo: mío.
Aunque los líderes chinos perciben que medidas como ésta pueden ser controvertidas, no dudan en aplicarlas, si de paliar los problemas que causa el desarrollo se trata. Nos hallamos ante el viejo dilema: economía o ideología. McDonald’s o Marx. Confucio, por supuesto, prefiere un McMenú.
La decisión de apoyar a una clase media en auge no ha resultado fácil. Los nuevos mandarines temen que leyes como ésta envalentonen a un sector de la población que ha demostrado su capacidad organizativa y que, a medio plazo, podría convertirse en una amenaza para el partido. Algunos arúspices ven en esta nueva clase de propietarios una pequeña burguesía, semilla del revisionismo democrático.
La ley establece la protección de la propiedad privada, pero diferencia la rural de la urbana. Si bien la tierra sigue siendo del Estado, ésta puede ser usufructuada durante setenta años, lo que plantea la duda sobre el futuro de las viviendas urbanas transcurrido dicho plazo. Como acertadamente señala Patrick A. Randolph, asesor del gobierno chino, estamos ante una ley que permite “jugar con los juguetes hasta que el Estado decida llevárselos”.
La nueva ley protege por igual la propiedad privada y la pública. Dota, además, a los propietarios de viviendas de recursos procesales para defenderse de los abusos de los constructores. La tierra rural mantiene su carácter colectivo, lo que imposibilita a sus poseedores adquirir títulos privados de propiedad o gravarla con hipotecas. Estas restricciones evitarán que millones de campesinos vendan sus tierras a precios irrisorios a inversores sin escrúpulos, situación que era vista por el gobierno como una amenaza a ese desarrollo armónico que ha sido, hasta el día de hoy, su estandarte. A esto se refirió el Primer Ministro en la rueda de prensa posterior a la sesión anual del Parlamento cuando, citando al iusfilósofo norteamericano John Rawls, señaló que “la velocidad de una flota no la determina la nave más rápida, sino la más lenta”.
Por otro lado, los terrenos colectivos rurales serán protegidos contra las intromisiones estatales. El Estado ha otorgado a estas comunidades el usufructo de la tierra por períodos de hasta treinta años; renovables automáticamente. La expropiación, por supuesto, no desaparece, pero queda sometida a las reglas del justiprecio y a una razón de necesidad.
Como es obvio, la norma está lejos de ser un cambio radical y, desafortunadamente, para los campesinos no responde a la pregunta clave ¿quién es propietario y de qué? Los chinos, sin ruborizarse, llaman propiedad a cualquier cosa. Si Ulpiano viviese, dudaría en calificar de dominium a esta extraña figura fruto del dirigismo estatal, que no pasaría de ser, en Europa, un mero ius tertium.
En suma, la ley china de propiedad privada consolida hechos que la sociedad ya había reconocido de manera espontánea. No es, como sostiene el Partido Comunista, un hito histórico, sino tan sólo un paso más en la senda iniciada por Deng Xiaoping hace treinta años. En China, el libre mercado tiende a desbocarse y sus líderes políticos se debaten entre constreñir el cambio o liberar, sin más, fuerzas que tarde o temprano podrían liquidarlos. Mientras tanto, cualquier mutación en el gigante asiático es bienvenida, aunque se trate de esbozar una pálida imagen de lo que en Occidente comprendemos por propiedad.
*Artículo publicado en La gaceta de los negocios.
Por Rafael Domingo.
Director de la Cátedra Garrigues de Derecho
Global en la Universidad de Navarra.
Director de la Cátedra Garrigues de Derecho
Global en la Universidad de Navarra.
1 comentario:
Muchas gracias por la recomendación.
Espero que el espacio te haya gustado y regreses pronto.
Saludos,
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