Todo pasa y todo queda. La vida es un devenir constante. Lo antiguo se renueva y lo nuevo nace viejo. Así parece suceder, al menos, a una parte de los políticos mexicanos, de sus seguidores, de los partidos políticos e incluso de las organizaciones sociales y empresariales.
El 20 de noviembre se conmemora el 96° aniversario de la Revolución Mexicana. Y ese día no habrá el tradicional desfile cívico-deportivo, lo que está bien. Es decir no está mal, porque sin duda se trata de una celebración anquilosada. Para algunos es además una celebración fatua, sería como si en Rusia se siguiera celebrando el triunfo de la revolución bolchevique, aunque ya no exista la Unión Soviética.
No se trata de olvidar la Revolución Mexicana, no se debe soslayar su importancia histórica. Pero sí es necesario darle su dimensión histórica. La Revolución Mexicana es fundamental para comprender la situación actual del país. Trajo como consecuencia un sistema político que dominó la vida del país y que se identificó con la historia mexicana del siglo XX. El sistema político del nacionalismo revolucionario tuvo grandes logros, hizo posible una importante modernización del país, y estableció bases para un cierto desarrollo social, cultural e incluso político. Al mismo tiempo permitió que el ogro filantrópico exigiera su cuota de tributo, en la forma de una libertad controlada, de una ficción democrática, de una polarización social con choques violentos intermitentes y de un modelo desarrollista en el que se contuvo la participación social, se generaron nuevos cacicazgos y no se avanzó hacia una sociedad solidaria e incluyente.
La situación de pobreza, ignorancia y marginación es una realidad. Y se suele reconocer como un logro de Andrés Manuel López Obrador el hacer de su denuncia una bandera y una exigencia. No ganó la presidencia de la república pero sin duda, tanto en su campaña electoral, como en el movimiento revolucionario que encabezó a partir del 2 de julio, ha producido, para el país, consensos importantes. Sin ánimo de ser exhaustivo, hay que reconocer que López Obrador ha logrado que todos, desde el nuevo gobierno hasta los círculos intelectuales y empresariales, reconozcan la importancia de revertir el modelo de marginación social imperante, que se expresa en la pobreza, en una educación muy deficiente y en la falta de oportunidades para obtener un trabajo digno.
Otro tema en el que Andrés Manuel nos ha puesto de acuerdo, es en que hay poner fin a la república simulada, a la hipocresía, a la ficción de un país que ha vivido en la contradicción absoluta entre centralismo y federalismo, entre legalidad y discrecionalidad, entre estado de derecho y corrupción.
Después del 2 de julio, Andrés Manuel ha logrado también establecer un mega-plantón, impedir el Informe Presidencial y trasladar el Grito de Independencia. Han sido unos logros conseguidos gracias a la acción concertada del gobierno del Distrito Federal, de los diputados y senadores del PRD, del grupo de intelectuales que los apoyan, de los partidos políticos que integran el Frente Amplio Progresista, y desde luego del movimiento social que se expresa en la Asamblea Democrática Nacional, y formas de presión política semejantes a ésta, como son las Asambleas Populares del Pueblo, que surgen en diversos estados y regiones del país.
Uno de sus últimos logros, así sea de manera colateral, ha sido la suspensión del desfile deportivo del 20 de noviembre. Un desfile que, como ya he dicho había perdido sentido y significación. La Revolución Mexicana se había esclerotizado en formas oficiales, en paradigmas autoritarios y corporativos y en una ideología dogmática, que poco tienen que decir a un México urbano, joven con mayores niveles de educación y de ingreso de acuerdo a los indicadores macro sociales y económicos.
Sin embargo resulta preocupante que el 20 de noviembre se convierta ahora en una reedición de una revolución trasnochada, que incluso tendrá desfile antes de que comience. Ese día se ha fijado como el clímax de un movimiento post-electoral que se vuelve anti-climático al proponer no la renovación, sino la vuelta al pasado, la oclusión del devenir y la clausura de la historia como un tiempo abierto.
La gran sorpresa que nos depara Andrés Manuel, no es el avance progresista, que sin recelos ni angustias deja atrás el pasado y se lanza a construir el futuro. Lo que Andrés Manuel está proponiendo al país, no es la clarificación del pasado, no es el tránsito a un nuevo consenso nacional, sino la vuelta al túnel del tiempo, para recuperar de la revolución mexicana sus peores consecuencias. Se trata de reinstalar el caciquismo, el control autoritario, el populismo que hace perdurar las situaciones de pobreza y de miseria, y se decanta en la dependencia, la inhibición de la libertad y la desmovilización social. Es la vuelta al poder del caudillo protector, discrecional y temperamental, cuyo interés se identifica con el pueblo, con la nación y con el cosmos. Y que requiere de su divinización para consolidarse.
Por ello Andrés Manuel y sus seguidores no están ya en la posición de contribuir a un acuerdo nacional, que permita abrir el futuro a la esperanza. Lo que han hecho es hipotecar la esperanza de sus seguidores, a través de la reedición de la red de lealtades chicanas que generan las relaciones clientelares. Tratan de impedir a toda costa el siguiente paso en el desarrollo del país, para revertir lo mucho que se ha conseguido y hacer posible un clima político opresivo único en el que puede subsistir el pasado.
La revolución ha muerto, y el gobierno se apresta a sepultarla, obligado por una nueva toma del Zócalo. Pero la revolución renace de sus cenizas con lo peor del sistema corporativo fascista: la supuesta toma de posesión de Andrés Manuel en el Zócalo de la Capital. Es el culmen de la megalomanía, que se manifiesta en el desprecio por el pueblo de México, enmascarado en la farsa de un líder carismático, que se presenta como un semi-dios, al que deben sacrificarse las libertades, los valores y la dignidad.
Bienvenido sea el paso de lo viejo a lo nuevo, de lo que acaba y termina a lo que se renueva y comienza, de lo que cumple su ciclo a lo que inaugura una nueva etapa. Pero es preocupante que las fuerzas de la izquierda organizada e intelectual estén en México promoviendo la vuelta al pasado.
El 20 de noviembre se conmemora el 96° aniversario de la Revolución Mexicana. Y ese día no habrá el tradicional desfile cívico-deportivo, lo que está bien. Es decir no está mal, porque sin duda se trata de una celebración anquilosada. Para algunos es además una celebración fatua, sería como si en Rusia se siguiera celebrando el triunfo de la revolución bolchevique, aunque ya no exista la Unión Soviética.
No se trata de olvidar la Revolución Mexicana, no se debe soslayar su importancia histórica. Pero sí es necesario darle su dimensión histórica. La Revolución Mexicana es fundamental para comprender la situación actual del país. Trajo como consecuencia un sistema político que dominó la vida del país y que se identificó con la historia mexicana del siglo XX. El sistema político del nacionalismo revolucionario tuvo grandes logros, hizo posible una importante modernización del país, y estableció bases para un cierto desarrollo social, cultural e incluso político. Al mismo tiempo permitió que el ogro filantrópico exigiera su cuota de tributo, en la forma de una libertad controlada, de una ficción democrática, de una polarización social con choques violentos intermitentes y de un modelo desarrollista en el que se contuvo la participación social, se generaron nuevos cacicazgos y no se avanzó hacia una sociedad solidaria e incluyente.
La situación de pobreza, ignorancia y marginación es una realidad. Y se suele reconocer como un logro de Andrés Manuel López Obrador el hacer de su denuncia una bandera y una exigencia. No ganó la presidencia de la república pero sin duda, tanto en su campaña electoral, como en el movimiento revolucionario que encabezó a partir del 2 de julio, ha producido, para el país, consensos importantes. Sin ánimo de ser exhaustivo, hay que reconocer que López Obrador ha logrado que todos, desde el nuevo gobierno hasta los círculos intelectuales y empresariales, reconozcan la importancia de revertir el modelo de marginación social imperante, que se expresa en la pobreza, en una educación muy deficiente y en la falta de oportunidades para obtener un trabajo digno.
Otro tema en el que Andrés Manuel nos ha puesto de acuerdo, es en que hay poner fin a la república simulada, a la hipocresía, a la ficción de un país que ha vivido en la contradicción absoluta entre centralismo y federalismo, entre legalidad y discrecionalidad, entre estado de derecho y corrupción.
Después del 2 de julio, Andrés Manuel ha logrado también establecer un mega-plantón, impedir el Informe Presidencial y trasladar el Grito de Independencia. Han sido unos logros conseguidos gracias a la acción concertada del gobierno del Distrito Federal, de los diputados y senadores del PRD, del grupo de intelectuales que los apoyan, de los partidos políticos que integran el Frente Amplio Progresista, y desde luego del movimiento social que se expresa en la Asamblea Democrática Nacional, y formas de presión política semejantes a ésta, como son las Asambleas Populares del Pueblo, que surgen en diversos estados y regiones del país.
Uno de sus últimos logros, así sea de manera colateral, ha sido la suspensión del desfile deportivo del 20 de noviembre. Un desfile que, como ya he dicho había perdido sentido y significación. La Revolución Mexicana se había esclerotizado en formas oficiales, en paradigmas autoritarios y corporativos y en una ideología dogmática, que poco tienen que decir a un México urbano, joven con mayores niveles de educación y de ingreso de acuerdo a los indicadores macro sociales y económicos.
Sin embargo resulta preocupante que el 20 de noviembre se convierta ahora en una reedición de una revolución trasnochada, que incluso tendrá desfile antes de que comience. Ese día se ha fijado como el clímax de un movimiento post-electoral que se vuelve anti-climático al proponer no la renovación, sino la vuelta al pasado, la oclusión del devenir y la clausura de la historia como un tiempo abierto.
La gran sorpresa que nos depara Andrés Manuel, no es el avance progresista, que sin recelos ni angustias deja atrás el pasado y se lanza a construir el futuro. Lo que Andrés Manuel está proponiendo al país, no es la clarificación del pasado, no es el tránsito a un nuevo consenso nacional, sino la vuelta al túnel del tiempo, para recuperar de la revolución mexicana sus peores consecuencias. Se trata de reinstalar el caciquismo, el control autoritario, el populismo que hace perdurar las situaciones de pobreza y de miseria, y se decanta en la dependencia, la inhibición de la libertad y la desmovilización social. Es la vuelta al poder del caudillo protector, discrecional y temperamental, cuyo interés se identifica con el pueblo, con la nación y con el cosmos. Y que requiere de su divinización para consolidarse.
Por ello Andrés Manuel y sus seguidores no están ya en la posición de contribuir a un acuerdo nacional, que permita abrir el futuro a la esperanza. Lo que han hecho es hipotecar la esperanza de sus seguidores, a través de la reedición de la red de lealtades chicanas que generan las relaciones clientelares. Tratan de impedir a toda costa el siguiente paso en el desarrollo del país, para revertir lo mucho que se ha conseguido y hacer posible un clima político opresivo único en el que puede subsistir el pasado.
La revolución ha muerto, y el gobierno se apresta a sepultarla, obligado por una nueva toma del Zócalo. Pero la revolución renace de sus cenizas con lo peor del sistema corporativo fascista: la supuesta toma de posesión de Andrés Manuel en el Zócalo de la Capital. Es el culmen de la megalomanía, que se manifiesta en el desprecio por el pueblo de México, enmascarado en la farsa de un líder carismático, que se presenta como un semi-dios, al que deben sacrificarse las libertades, los valores y la dignidad.
Bienvenido sea el paso de lo viejo a lo nuevo, de lo que acaba y termina a lo que se renueva y comienza, de lo que cumple su ciclo a lo que inaugura una nueva etapa. Pero es preocupante que las fuerzas de la izquierda organizada e intelectual estén en México promoviendo la vuelta al pasado.
Por Felipe González y González.
Director del CEGI.
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